Entrevista. Horacio González. Director de la Biblioteca Nacional
Los intelectuales y el poder, la escritura como parte de la lucha de
ideas, la batalla cultural en estos últimos años son algunos de los
abordajes como para interrogarnos. El 27 de abril, se cumplieron 10 años
de una elección totalmente bizarra pero épica. Con poco más del 22%,
Néstor Kirchner inauguraba una nueva era. A la luz del tiempo
transcurrido, ese 22% tiene un significado extraordinario porque muestra
que un proyecto a favor del pueblo, a pesar de las adversidades, logra
encausarse. “Es que ese número escaso entregaba muchas responsabilidades
–dice Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, escritor,
miembro de Carta Abierta–. Anunciaba una debilidad constitutiva que casi
no desapareció hasta hoy. Y se remarca, con esa debilidad constitutiva,
en el interior del todo que está ocurriendo: momentos de mucha plenitud
donde se tomaron decisiones de gran importancia. Decisiones que,
quizás, no se hubieran tomado con respaldo político, económico y
cultural mayor. El kirchnerismo nace de una debilidad, su reflexión
sobre el pasado argentino se arma repentinamente, recorre los retazos
sueltos de las militancias anteriores y produce el milagro de hacer que
se entiendan personas que veinte años antes no sólo no lo hacían sino
que se combatían. Y establece, con eso, una gran promesa”.
–¿Una promesa que parte de la debilidad?
–Es que las grandes promesas también las hacen los débiles, por eso me
interesa la debilidad. Las decisiones, grandes o pequeñas, se toman,
pero es indudable que atravesadas por un horizonte de debilidad. Eso no
debe asustar a nadie. Un político profundo es aquel que sabe tratar las
horas de infortunio, no aquel que las tiene todas regaladas. Y el
kirchnerismo nunca tuvo nada regalado. De tomar todo el cuidado posible
para señalar que muchos de los ataques que le dirigieron eran
desestabilizadores, ahora es acusado de golpista. Es la fácil
reversibilidad de la política argentina. Surgió en una hendidura en la
historia, surgió frágil, tomó medidas que suelen tomar los fuertes y se
hizo fuerte con esas medidas, ya sean económicas o culturales. Y hoy
vuelve a revelarse que la construcción política supone acuerdos de
clases más sólidos, políticas económicas más meditadas, políticas
culturales que ahonden más en la profundidad del desgarramiento cultural
argentino desde el siglo pasado. Muchas veces el kirchnerismo solo no
puede lograrlo y no lo soluciona tomando su otro nombre, el del
peronismo. Pero creo que siguen habiendo posibilidades y grandes campos
de acuerdo. No digo con otras fuerzas políticas porque las que tienen
nombre y apellido ya están jugadas en otras cosas. Hablo de acuerdos en
el interior de las biografías múltiples, sociales y colectivas de la
Argentina; personas, situaciones, conceptos y temas ausentes que tienen
que estar de este lado.
–¿Qué lecturas puede hacer del modo de ser de los intelectuales desde aquel 2003 hasta este 2013?
–No puedo decirlo fácilmente porque lo que ocurrió fue tremendo. En
realidad, dividió un campo intelectual que tenía acuerdos que se
mostraron muy endebles en relación a lo que eran las críticas
compartidas al estilo de gobierno de Menem. Ese campo intelectual lo
formaban personajes que vivían en un mundo político sumamente adverso al
estilo menemista: personas de la vida universitaria, de los escritores
de clase media, de quienes trabajaban en suplementos culturales, de los
ensayistas. Y a Menem todo eso no le preocupaba. Pero para este
gobierno, que llegó con una preocupación intelectual, sí es preocupante
lo que pasó. Por ejemplo, miremos la línea de articulistas del diario
La Nación.
De ellos se pueden decir muchas cosas: tradición liberal, cierto nivel,
desde los más áulicos a los más irónicos, etcétera. Hoy, además de esas
buenas plumas, de ese sarcasmo de superados, ocurre que lo que antes
era un liberalismo que se ocupaba de controlar que no se hablara mal de
Borges, por ejemplo, ahora se transformó en un liberalismo sumamente
agresivo que, sin tapujos, prefiere llamar Falklands a las Malvinas.
–Usted habla de Luis Alberto Romero y de su provocación grotesca...
–No son provocaciones, sino un tejido oscuro de exabruptos. Pero, de
algún modo, si fuera provocación la contiene el diario y roza a otros
articulistas más prudentes. Y es sorprendente que venga esa provocación
del hijo de José Luis Romero, un sensible socialista. Y También ocurre
con el reciente libro de Héctor Ricardo Leis (
Un testamento de los años ’70. Terrorismo, política y verdad en Argentina), que está siendo expresado en un espacio específico del diario
La Nación.
Allí se pide que la memoria de los años ’70 proclame la necesidad de
hacer un memorial común, una listado de policías, militares y montoneros
muertos, una suerte de asesinatos mutuos. Yo no desdeño el tema del
pensar agonístico, que tiene su máxima forma en la expresión
autocrítica, pero de ninguna manera me gustaría que haya una política de
estilo reconciliatorio hecha sobre bases que alteren una urdimbre
última de la historia. Historia que admite que hubo muertos de todos
lados, pero que señala como tragedia mayor a las víctimas a manos del
terrorismo de Estado, los más indefensos, aunque hubieran tenido armas y
aunque también hayan matado. Héctor Leis es un viejo amigo que fue
montonero. La idea de alguien que fue montonero y sea tomado por
La Nación como “hospitalidad del pensamiento antes adverso que ahora confirma lo nuestro” no es lo que hace
Clarín,
por lo menos tan claramente, porque le interesa más lo que desde hace
décadas se llama operación periodística que revivir viejos trazos de un
periodismo que aunque arremete y combate, posee el aliento de la
escritura. Con esto digo que hay un liberalismo que ahora tiene una
dosis de astucia mayor, y frente al cual siento que estamos con
argumentos menores o un poco deshilachados.
–Hay dos elementos inquietantes. Uno es que en el mundo de la
creación cultural y artística se vislumbre un cierto disgusto o desánimo
por el hecho de que pasó el tiempo y los logros tendrían que haber sido
más. Por otro lado, ese mismo pasaje del tiempo lleva a un cierto
establishment político a decir que los librepensadores no sirven, algo
que inhibe, desacredita y crea una cierta incomodidad...
–Tengo que hablar en términos personales. No soy un librepensador pero
tampoco un intelectual orgánico. Se supone que hay líneas de trabajo
partidarias que uno tiene que acatar. Pero, ¿cuáles serían? Yo prefiero
un tipo de intervención cultural que, efectivamente, resguarde
tradiciones clásicas, que pueden ser nacional-populares, liberales,
republicanas, todas en su mejor expresión y que busquen los puntos de
contacto, que no interpreten la cultura sólo como la manifestación de
una industria cultural. Respeto la industria cultural, por ejemplo el
giro que dio la Feria del Libro en los últimos años. Ésa es la industria
cultural: evidentemente ningún librero o editor va a decir que para
editar no se precisa engrudo, ni imprenta, ni capital, ni cadete que
reparta lo publicado, ni pagar el porcentaje al autor, montar el stand.
Pero eso, antes estaba en un segundo plano. Hoy, esta Feria aparece
sumida entre el dilema entre el Gobierno y
Clarín. La Feria se
está debilitando enormemente porque aparece en un intento salvador, en
su condición casi eminente de industria cultural, y cuando la industria
cultural es el resumen de la cultura de un país se desequilibra respecto
de las grandes tradiciones humanísticas que son siempre sus
interlocutoras. Eso está pasando aquí y en todos lados. Y, como
funcionario del Estado, no me parece bien. El Gobierno debería atender
estas cuestiones con mucha más dedicación: no alcanza con financiar más y
comprar millones de libros, aunque eso, que festejo, no lo haya hecho
nadie hasta ahora y está muy bien que este gobierno lo haga. Pero se
corre el riesgo de no rendir históricamente lo que en efecto significa
que haya inversiones culturales y que haya industrias culturales, lo que
en efecto significa la promoción de líneas de trabajo, de personas, de
corrientes estéticas, para llegar finalmente a la más sutil de las
paradojas: la obra autónoma emergiendo de la propia industria cultural.
Claro que también se corre el riesgo de creer en la idea de que escribir
es un acto solitario, independiente de las condiciones políticas y
económicas de un país. Para mí, la Feria siempre significó eso, planos
intercambiables en la economía y el orden de los símbolos. No se puede
desequilibrar eso. Sin dejar de lado lo que todo feriante sabe: mejor
vender más que vender menos, mejor ganar dinero que no ganarlo. Pero eso
no es lo fundamental de la Feria. Lo que pasa hoy en la Argentina es
que el debate político de trincheras que hay es poco interesante para
todos. Ni Arturo Jauretche puede refutar totalmente a Tulio Halperin
Donghi ni Halperin Donghi puede refutar totalmente a Jauretche.
Precisamos una tercera escritura que, probablemente, no deba ser la de
los escritores de
La Nación y que se acerque o potencie más a la ya larga experiencia de
Página 12. En lo personal, claro, espero que esa tercera escritura que intervenga en la política de la Polis se parezca más a la de
Página 12. Dicho esto, estoy muy contento de haber votado en 2003 a una persona que ni conocía.
–¿No lo conocía a Néstor Kirchner?
–No, conocía a algunas personas que me dijeron que estaban trabajando
con él. Creía que eran los sempiternos fabricantes de humo. Y me
equivoqué. Del mismo modo, me gustaría que ahora, desde la debilidad de
una fisura de la historia, surja un nuevo tipo de escritura. Pero hago
una acotación: hay muchos jóvenes escritores excelentes, Martín Kohan,
por ejemplo. Pero no sé por qué abusan de una ironía permanente que les
impide transformar esa escritura en una experiencia de mayor peso
ontológico. Sé que puede burlarse de esta expresión y escribir 20 líneas
filosas en Perfil de gran elegancia contra la palabra “ontología”. Hay
un montón de muchachos que escriben bárbaro pero algo les impide
entregarse con más pasión a lo que está ocurriendo en la historia del
país. Eso lo tenemos que seguir analizando. Proust tiene alegatos
políticos impresionantes entretejidos con la microscopía de la charla
musitada en salones aristocráticos.
–Cuando dice “lo que está ocurriendo”, ¿es la política?
–Quizás es un modelo de política, el sentimiento de que no se haya
renovado lo que llamamos el personal político, el tipo de debate que hay
en la Cámara. Ya una vez, en el momento estudiantil de hace 30 años, vi
a uno, creo que hasta fui yo, que le sacó el enchufe al micrófono a
otro orador. Después me arrepentí toda la vida.
–¿”Creo que hasta fui yo”? Hábil declarante...
–Bueno, pero ahora uno ve eso y dice “la pucha, cómo este país es así, ¿así se va a debatir?”.
–Está bien, se puede responsabilizar a la clase política, pero, ¿no
habría que debatir también cuál es el verdadero rol actual de la cultura
en el país? Porque si no pareciera que el intelectual queda fuera de
esa discusión, que la clase política es la culpable de que el
intelectual no pueda acercarse...
–Hay una situación de la política cultural del Gobierno que no está
definida claramente. Bueno, eso tiene que ser posible de discutir.
–Hay muchos dispositivos que podrían promover verdaderos debates. Uno
escucha a los legisladores en la Cámara y no se encuentran debates.
Hay, sí, un tiempo otorgado para hablar. Hay, sí, legisladores que dicen
“señor presidente”, “señora presidenta”. Pero hacen uso de su tiempo de
una manera casi autista hasta que en algún momento hay algo que no
gusta y lo desenchufan…
–Falta un Lisandro De la Torre, un Alfredo Palacios, un John William
Cooke, los grandes oradores. Alguien convenció a los parlamentarios y
los hizo felices con esta convicción de que no había que constituirse
más en el seno de una retórica. Simplemente había que ir a comisión,
aceptar el voto del bloque y hacer dos o tres chicanas de tanto en
tanto. Bueno, la decadencia de la vida parlamentaria puede ir en
consonancia con la decadencia de la vida cultural. Pero eso no quiere
decir que no haya un debate trascendental. La ley de medios o la
democratización de la Justicia son debates trascendentales. Falta, sí,
esa gran voz, aquellos oradores del pasado que hoy no existen. Además,
el tipo de periodismo que se está haciendo apunta al diputado al que le
desenchufan el micrófono o a la falla que pueda tener el sistema
electrónico porque el país vive bajo estado de sospecha, no bajo estado
de una oratoria creativa.
–Esas ausencias, ¿no están mostrando un poder que crece del centro a
la periferia, que es radial, que se construye en la oposición desde
Magnetto a la periferia y en el kirchnerismo desde Cristina a la
periferia?
–Si se percibiera que es un debate por un modelo de país y no por un
mero ejercicio de la vida cultural sería un debate interesantísimo.
Puede parecer un dilema empresarial también, pero sabemos que tiene que
ser un dilema de lenguaje lo que está ocurriendo en la Argentina. Hay
buena parte del periodismo que no está dispuesto a constituir una nueva
lengua nacional. En esa lengua nacional se puede decir de todo y hasta
puede generar un hecho muy atractivo con el insulto. Pero en los grandes
diarios, en el periodismo electrónico, cada vez que abre sus
comentarios a personas que no se saben quiénes son, que actúan
anónimamente, lo que hace es desbaratar el horizonte de comprensión
lingüística del país. Entonces se habla, casi siempre, con injurias de
todo tipo, con argumentos soeces, cloacales. Uno puede decir “yo eso no
lo leo”, pero detrás de cualquier artículo de estos, de
La Nación o de
Clarín
sobre todo, hay 3.000 opiniones injuriantes que tienen enorme fuerza
política de cambiar todo el lenguaje nacional. Y hacer política por
medio de ese lenguaje cloacal finalmente hace al sujeto político
colectivo, que antes se pudo llamar rosista, unitario, yrigoyenista,
personalista, peronista, antiperonista, desarrollista, un individuo que
navega en una corriente enmerdada, como si fueran aquel personaje, el
conde Smerdine (no recuerdo si se llamaba exactamente así), en Orlando,
de Virginia Woolf. Hoy no sabemos cómo se constituye ese sujeto político
nuevo que se expresa, muchas veces, saliendo a la calle de forma
insultante sobre distintos temas. Eso es lo que más me preocupa, la
destrucción interna de la lengua nacional.
–Decía “una sociedad bajo sospecha”. Se implanta una corrosión para
que la sociedad sospeche sin saber de qué tiene que sospechar. ¿Se puede
destejer desde algún lugar esa escasa paciencia argumentativa?
–Debe poder hacerse. Pero, insisto, tiene que haber una tercera voz,
porque las voces que hay son de los dos núcleos centrales que están
debatiendo. Uno dice “usted está odiando, odiar no se puede, no se puede
pensar odiando”. Y el otro, ¿qué dice?, lo mismo: “Odiar es la mejor
manera de no pensar nada”. Muchas veces las acusaciones son más o menos
semejantes. Después aparece el Papa hablando del amor y todos hablamos
del amor. De modo que hay que inventar alguna forma de terciar en esta
polémica de una manera realmente más interesante. Un “tertium datur”,
como decían los antiguos filósofos. No se lo puede hacer a través de las
vías electrónicas conocidas de la expresión de lenguaje, ni a través de
las operaciones periodísticas gigantescas como las que hace el Grupo
Clarín.
Clarín y el nuevo fenómeno que es Lanata. El mismo Lanata creador de
Página 12,
de Día D; el periodista que formó periodistas y al que tantos seguimos;
el que hace dos años criticaba a las familias Noble y Magnetto por las
mismas razones que ahora critica a la familia Kirchner. Es algo muy
desgarrador en un país que ocurra eso. Y el nombre de Lanata recubre ese
gran desgarramiento, y no lo digo para agraviarlo sino para proponer
también que se debata esto como un gran problema de la ética del
periodismo argentino.
–Pero ocurre que hay audiencias cautivas. Allí está el rating más
alto de un programa periodístico sin desnudos hablando de corrupción...
–Se convirtió en el gran tema como lo fue el folletín del siglo XIX. La
corrupción es uno de los temas de Alejandro Dumas, de Balzac. Y es un
gran tema para la sociedad argentina. Aparece un ministro de Economía
diciendo algo fuera de micrófono. Todos somos presos de un error, nadie
tiene un argumento infalible y los residuos de nuestra lengua casual
pasaron a ser más importantes que un argumento, como si un psicoanálisis
abaratado nos persiguiera a todos en la cola de actos fallidos que
dejamos a nuestras espaldas. Lo que podemos tener, a lo sumo, es una
gaffe que nos haga más distraídos de lo que somos o tontamente famosos
durante un minuto. Pero ya nadie tiene o se respetan grandes argumentos.
Y Lanata, sin llegar a la altura de Tato Bores, es el que reúne esa
asamblea de gags con un tema de profunda significación para la vida de
las personas como es la corrupción. Hay una especie de inteligencia
turbia funcionando acá y eso hay que desarmarlo, mejor dicho,
reconstituirlo, refutarlo con ideas escénicas mejores, que es urgente
que aparezcan.
–Luego de ocho años al frente de la Biblioteca Nacional, ¿está cansado o acepta más desafíos?
–Estoy preocupado. En la preocupación está la idea de la advertencia, de
tener cuidado con lo que se hace, y también está la chispa siempre
encendida de querer seguir participando en lo que vale la pena de ser
transformado en la Argentina, pero en plan de realidades diferentes.
Aquella vez, hace diez años, éramos débiles. Y había una promesa que se
expresaba de una manera muy vivaz. Hoy hay una situación diferente,
hacen falta nuevas palabras, nuevas llamadas, nuevas convocatorias. Ser
débil sirve si se complementa con lenguajes movedizos, ajenos a
estereotipos que ya nacen concesivos.
–Cuando se refiere a “nuevas palabras”, ¿no es tiempo también de que esas palabras se hagan públicas?
–Claro, y que peleen públicamente con aquellas palabras que someten a un
examen de desacreditación muy grande a la figura de Néstor Kirchner.
Aquellas palabras que hacen pasar a Kirchner de ser el Eternauta, de
enfundarse en el famoso buzo de Juan Salvo, a ser una persona que habla
sólo con negociantes, con personas que tienen cuentas bancarias raras en
el exterior. O sea, todo eso está en juego. Está en juego, ni más ni
menos, que la figura de Kirchner y el modo en que no se puede perder el
rumbo (complejo y entrecortado, lo sabemos), que implica poder cambiar
un país.