Entrevista a José Pablo Feinmann.
Página 12
El filósofo pasional y popular regresa al barro de la historia. Lejos de la pompa y fastos del academicismo que tanto cuestiona, José Pablo Feinmann se propone revitalizar la filosofía del sujeto comprometido con la realidad, como quien persigue a una presa que se esconde en lo tupido de la selva. En manos del autor de La crítica de las armas la filosofía es el arte de preguntar más que el de responder. Su santo y seña es y será filosofar con deliberada insolencia. La pantomima de la cordialidad, a esta altura del partido, no le sienta bien. Nada –o casi nada– ronronea en lo profundo de su ser sin llegar a expresarse con claridad. Rara vez pedalea en el aire y se proclama alérgico al más mínimo gesto de genuflexión que pueda retacear su autonomía. Feinmann vuelve con ocho clases magistrales, “Sujeto, poder y praxis en Sartre y Foucault”, al Teatro Armenio, el martes 24 de mayo a las 20. El repertorio inicial tiene la carnadura temática de la fenomenología sartreana y unos cursos emblemáticos de Alexandre Kojève en París, en la década del ’30. En el eslabón de la fértil cadena de pensadores indispensables para semblantear al sujeto libre, no pueden faltar las rutas transitadas antes por Nietzsche y Heidegger.Un gesto de asombro despunta por las cejas de Feinmann. “Nunca me gustó esto de las clases magistrales –dice el filósofo a Página/12–; comprendo que se pueda utilizar y que tal vez su sentido sea correcto. La clase magistral sería la que da un ‘magister’ a una serie de hambrientos de saber que se disponen a escucharlo atentamente. Pero sucede que el tiempo le va entregando otro sentido a las palabras o acentúa excesivamente algunos de sus posibles sentidos.”
–¿Cuál sería el sentido del término magistral en estos días?–Magistral pasó a ser algo muy bien hecho. Un gol de Maradona es magistral, lo cual es posible porque se puede aprender mucho de él. Pero suena excesiva la palabra; ese exceso fue el que la definió con los años. Magistral es todo lo que está brillantemente realizado; hasta creo que hay un producto de limpieza que se llama “magistral”. La cosa suena excesiva en el lenguaje común y uno tiene ganas de decir: “Vean, no sé si mis clases van a ser magistrales o si todas lo serán. Algunas puede que resulten aburridas o mediocres”. Desde su sentido estricto la filosofía tiende a cierto “magisterio”, pero esta actitud la torna solemne o pedante y la aleja de los demás porque pareciera un saber de “elegidos”. No se puede negar que toda clase que da un maestro merecería esa calificación altisonante: magistral. Pero es preferible no utilizarla porque se la interpreta con un sentido grandilocuente y hasta petulante.
–¿Cree que se perdió el sentido original de lo magistral?–Si el sentido de lo magistral se perdió en la filosofía, mejor así. Todos deben acceder a la certeza de que la filosofía no le está vedada a nadie; que no es un saber esotérico, sino un saber que se involucra con las desdichas y alegrías de la existencia que transitamos día a día. Para mí, filosofar es responder a las preguntas fundamentales: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Hay un sentido que justifique la historia y el mundo tal como los veo? Si no lo hay, ¿debemos dárselo? ¿Por qué el mal y el sufrimiento? ¿Por qué el bien y sus constantes derrotas? ¿Cómo sé cuál es el mal y cuál el bien? ¿Por qué el hombre mata y tortura? ¿Por qué los genocidios? ¿Por qué la ausencia de Dios? ¿Por qué el hambre de los niños? ¿Por qué la pobreza y la injusticia? ¿Debo rebelarme? El hombre ha matado y sigue matando, pero ¿es legítimo matar?
–¿Qué supone que buscan los alumnos que asisten a sus clases?–Me parece que buscan una comprensión más profunda del mundo. Habitualmente la mayoría quiere atravesar la vida sin enfrentar las cuestiones fundantes. La filosofía no tiene nada que ver con la religión. Si hay un Dios y él tiene la “verdad”, es decir, todas las respuestas, ¿para qué voy a hacer filosofía? La filosofía radica en poner todas las cosas bajo la severidad de la reflexión. Si un historiador dice que el 3 de febrero de 1852, Juan Manuel de Rosas fue derrotado en la batalla de Caseros, el filósofo no sólo buscaría las raíces económico-políticas de esa derrota, indagaría además sobre la naturaleza de la guerra; si en la batalla hubo crueldades, se preguntaría por la persistente capacidad humana para la crueldad, para la vejación del otro; se preguntaría por la naturaleza del autoritarismo, o si la historia tiene un sentido interno que determinaba la caída de Rosas ante el desarrollo del ganado lanar en la Mesopotamia y la necesidad que Inglaterra tenía de ese producto, en tanto Rosas persistía con la carne salada. Se preguntaría por qué Rosas defendió la soberanía del país pero no lo incluyó en la modernidad, cosa que luego hicieron los hombres de Buenos Aires; pero imponiendo una modernidad periférica que no dio frutos a lo largo del siglo XX. La filosofía es el arte de preguntar más que el de responder. O, en todo caso, demora sus respuestas y no las entrega hasta que no llega a fondo.
Una sonrisa enigmática le baila en los labios. Feinmann entiende que el interés que despiertan sus clases tiene una explicación complementaria. Intuye que son muchos los que quieren comprender el mundo y sus propias vidas dentro de él, aceptando la complejidad de lo real y las infinitas interpretaciones. “Tenemos que aprender a tolerar nuestra finitud, el dolor de la pérdida de los otros y preguntarnos si vale la pena comprometernos por las causas que creemos justas, aun cuando nos parezcan irrealizables”, subraya el filósofo.
–¿En qué piensa cuando menciona esas causas justas “irrealizables”?–¿Quién puede decirnos que algo es imposible? Casi todo lo grande que se ha hecho en la historia parecía imposible. O alguien había vaticinado que lo era. Ese filo peligroso, ese camino estrecho flanqueado de abismos, es la praxis. Hay que evaluar con enorme sutileza si es realizable o no. Pero no tendremos certezas matemáticas. En algún punto hay que decidir, y se decide en medio de la incertidumbre. La acción es siempre un salto al vacío, luego de agotadas todas las tácticas y estrategias racionales que la desataron.
–¿Por qué suele afirmar que Sartre es el filósofo preferido de sus alumnos?–Sartre es el más negado de los filósofos; todo el estructuralismo, el posestructuralismo y hasta los posmodernos se empeñaron en negarlo. La filosofía ha cambiado mucho, se ha refugiado en la Academia. Ese lugar áspero y seco se limita a cerrarse sobre sí y a producir un saber de entrecasa. Sartre es el filósofo de la calle, de las cosas, del compromiso, del riesgo. No volvió a la universidad después de la guerra porque prefería escribir. Yo tampoco volví a la universidad y eso que –antes del golpe– dinamicé materias como “Historia del pensamiento argentino” y hasta llegué a crear –junto a otros– la cátedra de “Historia del pensamiento latinoamericano”. En “Historia de la filosofía contemporánea” lo fui a ver a Ansgar Klein, que era el titular, y le dije sin vueltas que yo iba a dar en mi comisión de trabajos prácticos el “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”, de Juan Bautista Alberdi, porque era un texto importante de la filosofía contemporánea. Ansgar me miró como a un pibe un poco loco, pero creo que me apreciaba y me permitió hacerlo. A los alumnos les gustó mucho. Pero en el ’84 yo no estaba todavía en condiciones de volver a la facultad. Esta es una larga historia que está contada en mis dos novelas tal vez más ambiciosas, La astucia de la razón y La crítica de las armas; es decir, la neurosis obsesiva que desarrolla Pablo Epstein bajo la dictadura desaparecedora. Sartre es la importancia del sujeto, de la praxis, de la historia, del compromiso, de la posibilidad de una moral, de pensar una política, el colonialismo. Un filósofo que escribió novelas y obras de teatro; en fin, algo que ya no existe. Hoy todos cuidan sus puestos y lo que más logran es dar clases en las universidades norteamericanas.
–Pero también Sartre es un medio para otro fin en sus clases, ¿no?–Por medio de Sartre busco revitalizar la filosofía del sujeto, del sujeto comprometido con la realidad de la praxis, del entrevero con la historia, de la búsqueda de su inteligibilidad. Admiro profundamente la Crítica de la razón dialéctica, obra cumbre de la filosofía del siglo XX, sólo comparable a Ser y Tiempo, la otra gran obra. Soy un filósofo que cree que la filosofía debe consagrarse a meditar sobre el ente antropológico. No me importa si es o no el ser. Nunca le vi la cara al ser ni se la veré. Ni Heidegger se la vio. El ser puro de significación no existe en ninguna parte en la existencia humana. Esto en que vivimos –dice Heidegger– ya no es la tierra. Claro que es la tierra: es la tierra avasallada por el ente antropológico en tanto amo del ente. No hay otra cosa. El resto es la filosofía zen, que termina por ser un refugio espiritualista ante el horror del mundo.
–¿Por qué plantea que la filosofía tiene que volver a estar en “peligro”?–La filosofía tiene que salir de la comodidad de los papers académicos y de los sueldos de los profesores que dicen sus clases y no son incómodos para nadie. ¿Qué significa una fórmula como “el lenguaje es la morada del ser y el hombre es su pastor”?, una poética cuasi kitsch. ¿Qué significa “estar abierto al ser”? Adorno responde bien a esto cuando dice que él está abierto “al sufrimiento de los otros”. En mi curso –en el pasaje de Sartre a Foucault– voy a desarrollar las causas por las cuales la filosofía francesa estructuralista y posestructuralista salió del marxismo y del sartrismo para entrar en Nietzsche y Heidegger. Ahí hubo un cambio que aún permanece. En Heidegger encontraron una crítica a la modernidad –que antes encontraban en Marx–, pero centrada en un pensamiento del ser y no de la historia y la lucha de clases. Aunque no acostumbro a hacerlo, voy a citar a un ilustre de nuestro medio, al que todos respetan y siguen. En Conciencia y estructura, Oscar Massota manifiesta inclinarse durante sus últimos tiempos por el sujeto lacaniano antes que por el sartreano, pero no deja de lamentar la falta de compromiso de ese sujeto –a diferencia del sartreano– por la historia y la lucha de clases. En suma, tengo muchas ganas de dar este curso porque creo que puede impulsar a la militancia política que está surgiendo en la Argentina.
–¿En qué sentido puede impulsar la militancia?–¿Desde Sartre, desde Foucault? ¿Por qué no? Yo establezco un diálogo entre estos filósofos. Sartre es el pensador del sujeto libre y del sujeto de la praxis, el pensador de la libertad como fundamento del ser, el pensador del compromiso. Pero acaso descuidó las resistencias concretas del Poder; esto es incuestionable en El ser y la nada. Luego fue variando hacia una inclusión de la alienación, de lo práctico-inerte, de la serialidad en su filosofía. Foucault surge, por medio de Las palabras y las cosas, como el filósofo que viene a negar la antropología, el sujeto. De aquí el brillante análisis de “Las Meninas”, de Velázquez; pero el análisis obsesivo que Foucault hace del poder lo lleva a una filosofía de lo Uno y no de lo Múltiple, como él pretendía. Una filosofía en que el Poder lo es todo y la resistencia al Poder no aparece nunca. Cambia a partir de su experiencia iraní, aunque no lo suficiente. Hoy se desarrollan temas que levemente están presentes en sus textos, como los relacionados con el biopoder y la biopolítica. Pero ha quedado como un genial analista del Poder y alguien que considera que “el hombre que se rebela es inexplicable”. Lo que necesita la filosofía del Poder de Foucault es un toque de la filosofía del sujeto libre de Sartre. Nosotros, como sujetos situados, necesitamos pensar cuáles son las condiciones de posibilidad de una praxis rebelde, porque es el espíritu de una mesurada, meditada pero firme rebeldía el que atraviesa la historia que hoy está constituyendo América latina.
–¿Qué está construyendo ese espíritu de rebeldía en el continente?–América latina es un continente que se asume en tanto totalidad autónoma, que se autoconstituye, que no se incorpora a una totalidad exterior y fundante que le entrega una máscara que sirve para todos y todos deben usar, sino que busca su propio rostro, la cara que mostrará al mundo, al cual no se niega a incorporarse, pero no en tanto particularidad totalizada por un totalizador fundante e imperial, sino como totalidad autónoma que, si dialoga, lo hace desde esa autonomía que es el exacto punto de su dignidad y de su posibilidad históricas.
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