martes, 30 de agosto de 2011
Vivencialidad real y formal en la literatura y el arte por Héctor Solasso
Entre el prólogo y las solapas
Que un libro no necesite ser explicado, aparte de ser una verdad, es condición primordial de toda obra desde el punto de vista de su validéz artística, conceptual y formal. Si un libro no es capáz de explicarse solo, no habrá prólogo que pueda deslindar al autor de la responsabilidad de sus limitaciones. Tremenda responsabilidad, si se tiene en cuenta que un libro, por contener implícita o explícitamente un mensaje, constituye por sí mismo un hecho cultural y una forma de docencia. De ahí que la utilidad de los prólogos __ quizás de la mayoría de ellos__ sea cuestionada y su lectura generalmente obviada.
Claro que existen prólogos y prólogos. Desde aquel rubricado por algún escritor de renombre, cuyo objeto no sería otro que avalar o certificar la supuesta calidad del libro, hasta el prologuista más o menos desconocido que suele prologarse a sí mismo a la sombra de la creación ajena, media una distancia bastante reducida por factores diversos, que pueden ir desde un sospechable egocentrismo, hasta la casi ineludible aceptación de las reglas del juego que imponen editoriales, circuitos de distribución y publicidad, etc.
Infinitamente mayor es la distancia que separa a éstos de otro tipo de prólogos, que pueden medirse hasta la indefensión de aquellos que comparten y vivencian realmente las cosas que el autor intenta transmitir, solidarizándose ya desde el prólogo, cuando no desde mucho antes. Pensamos en el prólogo que escribe Sartre al libro del resistente antifranquista español Julián Hermanos, "El fin de la esperanza", o al grito de guerra anticolonialista de Fanon, "Los condenados de la tierra", por citar solo algunos de los más comprometidamente brillantes.
Otra cosa son las solapas. Hay algo más feo y sutil en ellas, algo que vá más allá de una simplota síntesis argumental apta solo para cierto tipo de lectores __ hay que creer que no pocos__, deambuladores de Ferias del Libro imaginadas como luminosos shopings culturales, desinformados o cómodos, quienes antes de leer un libro precisan saber de qué se trata, estadio éste, jústo es reconocerlo, bastante más avanzado del viejo, aunque no totalmente desarraigado, husmear entre las últimas páginas para saber "cómo termina". Y se equivocará quien piense que estas reflexiones implican una subestimación del lector o un desplante de soberbia intelectual.
Pero sucede que, así como éste complejo presente que vivimos, entre otras urgencias y acosos, plantea a escritores y artistas la necesidad de una búsqueda de formas y significados nuevos, exige asimismo al lector, ineludiblemente, una manera de leer diferente de aquella a la que hasta ahora nos acostumbraron ciertos academicismos y escolaridades.
Oficio de escribir, oficio de vivir
Sería redundar hablar de los intentos más o menos sistematizados __puesto que siempre los hubo__ de condicionar el gusto y reducir la experiencia artística y literaria a un mero entretenimiento escapista. La complacencia y el conformismo __consciente o inconscientemente__ de escritores y lectores ante esa situación tampoco son nuevos, pero ésta constatación permite suponer que quizás no sea tan descabellado pensar que pueda haber __y de hecho las hay__ formas de escribir y de leer bastante similares a modos de vivir, en muchos casos.
Y a qué vienen, podrá preguntarse, estas disquisiciones anti-prólogo y anti-solapas. Vienen a que se nos ocurre que entre las tapas de un libro debe estar el escritor, pero antes que nada, el hombre. Vienen de una premeditación de intentar reafirmar algunos conceptos que hace tiempo venimos masticando, y arriesgar dos o tres propuestas a más de una pregunta que muchas veces nos hicimos y algunas veces nos hacen, como ser los "por qué" y los "para qué" de escribir. Y, por supuesto, también los "para quién". Cierto, preguntas tan viejas como la literatura, salvo que las respuestas, en la historia de la literatura, o mejor aún, en el rol de la literatura en la historia, no siempre fueron las mismas.
Toda vez que un escritor __y el hecho de hablar desde una perspectiva personal no invalida el ejemplo para cualquier disciplina del quehacer artístico o intelectual__ se refiere a su oficio, suele producirse una espontánea manifestación de rechazo o desconfianza, justificada en parte por un desconocimiento bastante generalizado con respecto al tema, pero mucho más explicable por la deformación y el manoseo que del concepto de "oficio" hicieran hasta el cansancio tantos "obreros de las letras o del canto", que no llegaron a entender que la responsabilidad a esa solvencia conceptual y formal que mencionábamos, poco tenía que ver con el lugar común o la fácil "protesta". Y mucho menos con el verdadero compromiso. Solía decir Héctor Agosti, que cuando incursionaba en la política, percibía cierta subestimación por su condición de intelectual, y cada vez que incursionaba en la cultura, cierta desconfianza por su supuesto rol de "comisario" político, "y en ambos casos, con cierto retintín peyorativo...Sin embargo __agregaba__, éstas dos pasiones constituyen los dos afluentes que alimentan el río de mi vida, y no es posible escindirlos, a riesgo de escindir mi propia vida."
Acaso tenga razón Abelardo Castillo cuando sostiene que publicanos demasiados libros, muchos de los cuales son más bien libretas, borradores, apuntes. Acaso tenga razón Borges cuando dice que un escritor publica, entre otros motivos, para poder al fin dejar de corregir... Lo que presupone una constancia de trabajo, una auto-exigencia de superación, un insoslayable respeto hacia uno mismo y hacia el lector o el público. Porque el oficio es casi eso.
Y sin embargo, yo pienso que el oficio es mucho más que eso. Pienso que es un largo y difícil camino de esperanzas y desgarramientos, a travéz del cual el escritor, el artista, ván dejando jirones de sí mismos, jugándose nada menos que sus sueños. También su libertad, a veces. Aprendizaje de otro oficio, el de vivir, al fin y al cabo, porque si un escritor no se reescribe a sí mismo en cada texto, no habrá oficio que valga, a no ser la dudósamente elogiable habilidad en el manejo de un juego de artificios literarios, más o menos deshonesto. Consistiría, en última instancia, en esos "deberes de la inteligencia" de que hablara Aníbal Ponce, primera línea de fuego que obliga a no mentir ni mentirse, más allá o más acá de las palabras. Cosa que, bien mirada, vále tanto para el ecritor como para el lector, destinatario, coautor, cómplice a veces.
el artista y el público, esos creadores incomunicados
Porque entonces, la literatura, el arte, la poesía, implicarían, antes que nada, una forma de vida, y su ejercicio, un casi desesperado intento por comunicarnos con nuestros semejantes. No con cualquiera. Con nuestros semejantes. Y esto no apunta a un criticable elitismo sino, precisamente, a todo lo contrario. Apunta, en realidad, a la necesidad de una toma de conciencia bastante amplia. Porque vístos desde éste ángulo, no sirven para mucho los "me gustó esa obra", "qué bueno ese poema", o "me gustó tal libro"... No sirven para nada. A esta altura, el arte, la poesía, la música, las palabras, llegan o no llegan, y cuando llegan, marcan. A veces para siempre.
Porque cuando se produce esa circunstancia memorable de la comunicación artística, el lector, el receptor, es decir, nosotros mismos, siente no solo recreado e identificado su propio mundo __o vástos territorios del mismo por lo menos__ con ese mundo figurativo que la obra le propone, sino que incorporará de manera activa esas figuras a su patrimonio de vivencias, "se apropiará" de ellas. Hecho trascendental, ciertamente, que hace que una obra deje en alguna forma de pertenecer a su creador para pasar, por "reflejo", a pertenecer a "los otros", aquellos a quienes realmente llega, no simples receptores o espectadores pasivos de la vida, sino autores colectivos del arte y de la historia.
Porque si toda la historia de la literatura y el arte es una constante recreación, un torrente poderoso e indestructible formado por miles, millones de afluentes muchas veces anónimos, desconocidos; si la literatura y el arte son y fueron siempre el vehículo de ese indeclinable intento de los hombres por comunicarse y encontrarse, por entender su mundo interior y aquel que los rodea, por avizorar el futuro, intercambiando la figura, el sonido, la palabra y el gesto, la verdadera vivencialidad artística deberá buscarse entonces en ese vínculo dialéctico entre creador y receptor, vínculo que obliga a ambos a solidarizarse y a comprometerse, negándoles a ambos la posibilidad la de escribir o de leer, y, por supuesto, de vivir, de manera formal o solapada.
Siempre se me presentó como un hecho curioso y lamentable, lo que podría llamarse el desfasaje entre vivencialidad real y vivencialidad "formal" que vemos a menudo en tanta gente, que ante un film o una obra teatral, un tema musical o un poema, se emociona, accede a la tristeza o a la alegría, se conmueve... y luego sale a la calle y regresa a la rutina opaca y gris de la mediocridad y de las cobardías, las trampas y los miedos.
el arte hacia el hombre, el hombre hacia el hombre
En 1945, apenas terminado el holocausto de la Segunda Guerra Mundial, el gran escritor y poeta italiano Cesare Pavese escribía éstas palabras que hoy, para nosotros, podrían ser actuales: "Estos años de angustia y de sangre me han enseñado que la angustia y la sangre no son el fin de todo. Una cosa se salva por encima del horror y es la apertura del hombre hacia el hombre." Y agregaba: "Con los libros ocurre como con las personas. Deben tomarse en serio... Quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo o un réprobo". Compromiso indeclinable con el humanismo, con la dignidad y la honestidad del arte, con la libertad de la creación y las responsabilidades de la inteligencia, postura que sostendría hasta el suicidio.
Precisamente, leyendo el libro de Pavese "Oficio de poeta", se me ocurría que, si se toma el término solapa como sinónimo de solapado, es decir, disimulado, oculto__ y la propia ubicación de éstas en la parte interior de las tapas de un libro lo corroboraría__, un intelectual que trate de ejercer con honestidad y respeto hacia sí mismo y hacia su tarea ese "oficio de vivir", de ningún modo podrá aceptar, pienso, hacerlo solapadamente, y créase que este aparente juego de palabras está muy lejos de cualquier astucia sintáctica.
Implica para ese intelectual, para ese escritor, para ese artista, un compromiso con la literatura y el arte, pero fundamentalmente, un punto sin regreso desde una concepción y una forma de vida. Opción que significa haber dejado hace rato de lado las solapas...
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