domingo, 9 de octubre de 2011

Las muertes de Robert Capa

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Apenas amanece el 5 de septiembre de 1936 en Andalucía cuando una columna de 300 milicianos anarquistas llega a la aldea de Cerro Muriano para reunirse, del otro lado del Cerro de la Coja, con las fuerzas republicanas que intentarán quitarle el cuartel de Córdoba al general franquista Varela. Uno de esos milicianos, natural de Alicante, ostenta, sonriente y orgullosamente anarquista, el correaje que consiguió hace cuatro días en el copamiento al cuartel de infantería de Alcoy.
Falta poco para el mediodía del 5 de septiembre de 1936 cuando tres autos destartalados –levantando una polvareda que tarda mucho en asentarse, haciendo que la escena adquiera características de irrealidad–, con sus parabrisas cruzados por carteles donde alguien garabateó toscamente la palabra “prensa”, ingresan por la única ruta de acceso a la aldea de Cerro Muriano. En uno de esos autos de reporteros gráficos decididos a mostrarle al mundo la lucha contra el fascismo viaja un fotógrafo húngaro que, aunque con la cara y el pelo y la ropa y la garganta tan grises de polvo como las de sus compañeros, ostenta, sonriente y orgullosamente socialista, dos cámaras colgadas sobre el pecho (una Leica y una Rolleiflex) y la consigna que abrazó desde que decidió cuál sería su oficio: “Si las fotos no son lo suficientemente buenas es que no estás lo suficientemente cerca”.
El miliciano anarquista se llama Federico Borrell García, tiene 25 años, es el quinto hijo de los seis que tuvieron dos labradores de tierra ajena del pueblito serrano de Benilloba, Vicente (muerto de miseria y tristeza casi dos décadas atrás) y María. “Puedes decirme Taíno, como todos allá en mi pueblo”, le dice al fotógrafo húngaro mientras mastica un pedazo de salchichón que le acercaron los vecinos y le muestra, lustrosa de grasa, tan ajada como venerada, la foto donde Mariana, la novia que lo espera con los trajes ya comprados, sonríe como sólo sonríen las novias a punto de casarse.
El fotógrafo húngaro que mira la foto de Mariana sonriendo se llama Endré Ernö Friedmann, tiene 23 años, es el hijo mayor de los dos que tuvo un matrimonio judío aristocrático de Budapest (intelectual él, diseñadora de modas ella). “Tú puedes llamarme Bob, Robert Capa”, dice marcando fuerte las consonantes mientras limpia el polvo depositado sobre la lente de la Leica.
Abajo, en el cuartel, el general franquista Varela recibe la noticia de tropas desplegándose por la zona y ordena cañonar con lo poco que tiene la sierra cordobesa. Las balas no llegan lo suficientemente cerca, pero los vecinos corren igual, del caserío al bosque, con una suerte de acostumbramiento. Nadie ve que por el flanco izquierdo del Cerro de la Coja se mueve una columna de marroquíes al mando del ultranacionalista coronel Sáenz de Buruaga.
Taíno quiere saber más de Bob. Y Bob cuenta. Cuenta, por ejemplo, los vagabundeos con su hermanito Kornell por las calles de Budapest, cuando sus padres tuvieron que mudar a su casa el taller de diseño donde se reunía la intelectualidad húngara. Cuenta los estragos en la economía de su familia cuando el Crack del 29 llegó a Europa. Cuenta su enamoramiento de Eva Besnyo, esa adolescente que prefería tomar fotografías a realizar las tareas del colegio. Cuenta su amistad con el joven socialista Lajos Kassák, que decidió ayudarlo en su carrera como artista de la imagen siempre y cuando trabajara para mostrar las injusticias del sistema capitalista. Cuenta el gobierno fascista posicionado en Hungría, y la huida a Alemania primero, a París después. Cuenta que esa muchacha de allá, ésa que le sonríe a los dos, es la alemana Gerda Taro, su novia. Cuenta que, para conseguir algo de dinero extra con las corresponsalías, inventaron un tercer fotógrafo, el norteamericano Robert Capa, y que tanto él como Gerda sacan fotos a su nombre. Y que juntos toman la cerveza que se compran cuando Capa cobra.
–Pero, tú eres Robert Capa… –dice Taíno.
–Cuando no lo es Gerda, sí, yo soy Capa –dice Capa.
–¿Y será Capa quien haga nuestras fotos? –quiere saber Taíno.
–Seguro –contesta Capa y prepara la Leica para retratar la muerte.
Diez meses después de aquella tarde de septiembre, en julio de 1937, mientras cubren la retirada del ejército republicano en la batalla de Brunete, Endré Ernö Friedmann ve cómo la muerte encuentra a Gerda Taro cuando cae del estribo del jeep en el que viaja y es arrollada por un tanque. Diez meses después de aquel 5 de septiembre de 1936, Endré se convierte para siempre en Robert Capa. Y como Robert Capa persigue a la muerte, que ya le debe unas cuántas.
La persigue en los ojos fijos de una niña tumbada sobre unas bolsas en las calles de Barcelona, en enero de 1939, cuando ya estaba todo terminado en España. Y escribe en su libreta: “No juega con los otros niños. No se mueve. Sigue mis movimientos con sus grandes ojos negros. No es fácil mantenerte al margen y no hacer nada aparte de documentar el sufrimiento que te rodea”. La persigue por toda Europa, desde 1941 a 1945. La persigue hasta en la silueta de Ingrid Bergman, que se refugia de los flashes en la soledad de sus enormes silencios. Alguien la ve rondar en los ojos de Capa. El escritor Irwin Shaw dice, cuando el otoño de 1947 promueve la confesión: “Por las mañanas, cuando se levanta tambaleante de la cama, Capa deja ver las huellas que la tragedia y el dolor le dejaron. Su pálido rostro y sus ojos sin brillo reflejan la angustia de siniestras pesadillas nocturnas. Es el hombre sin esperanza, dolorido, apesadumbrado, sin estilo ni elegancia. Es el hombre frente a la muerte”. Escribe su biografía mientras persigue la muerte.
Y la persigue aún a mediados de mayo de 1954, cuando visita a unos amigos en Japón y recibe un llamado de la revista Life para reemplazar a un colega en Vietnam. “Cuando uno está entusiasmado por ir a la guerra, es muy fácil que lo maten –contesta–. Ni pensaba en Vietnam. Acepto.”
Pero se equivoca, Capa. En la madrugada del 25 de mayo, mientras acompaña a una avanzada del ejército francés por una espesa zona boscosa, pisa una mina y cumple con la cita.
El 5 de septiembre de 1936, Robert Capa sacó la foto más famosa de su carrera. Es la foto de la Guerra Civil española y es la foto de la muerte. Es, también, la foto de la polémica, la que plantea si es real o actuada la muerte del miliciano Federico Borrell García. Es raro que esa tarde de septiembre en que Capa se encontró cara a cara con la muerte no figure en su biografía. Quizá puso todo su dolor al servicio de perseguirla, de alcanzarla. Por eso, quizá, quiso olvidar el pedido que les hizo a los milicianos de levantar los fusiles, de saludar. Por eso, quizá, quiso olvidar cuando se metió en una trinchera y le pidió a Taíno que avanzara hacia él para poder lucir mejor su correaje tomado en el copamiento del cuartel de Alcoy. Quizá por eso quiso olvidar a ese hombre de camisa clara que sonríe avanzando, el fusil en la derecha mientras él enfoca su Leica y un marroquí ultranacionalista de las tropas franquistas que comanda el coronel Sáenz de Buruaga apunta al mismo objetivo, silencioso, su máuser.

(Miguel Russo, Miradas al Sur)

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