miércoles, 6 de abril de 2011

Raúl González Tuñón recuerda a Alvaro Yunque

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                                        Rescatado por Francisco Enzo Giardinelli
  
   Crónica de Alvaro Yunque
    (saludo a sus cuatro veinte años)


    por Raúl González Tuñón
                                                            
                                   "Caminar por el mundo de las cosas concretas
                                     y tener los deseos de las cosas abstractas..."
                                                    (Alvaro Yunque)
                                                              
     
                                                               
                                                





Mi hermano Enrique y yo conocimos a Alvaro Yunque en los primeros años de la memorable década del 20.
Habíamos leído ya tres o cuatro poemas suyos que poco después, en 1924, integraron su libro Versos de la calle. Le visitamos en su casa, la casa grande, familiar, de la calle Estados Unidos. Estábamos identificados con él en el profundo amor por Buenos Aires, sus barrios, sus cosas, y porque, como él, también nosotros ya tratábamos el tema de la ciudad entrañable, aunque desde ángulos distintos. Todos sentíamos la calle, la vivíamos. En otra oportunidad, en un triste día de duelo, fuimos por segunda vez a verlo juntos. Allí estaban los otros hermanos: el actor teatral, el médico-poeta (Juan Guilarro) , el campeón de boxeo (autor de poemas lunfardos), pues los Gandolfi Herrero constituyen una familia ciertamente singular.
Llegaron los días de la guerrilla literaria que alborotó Buenos Aires. Enrique, Santiago Ganduglia y yo, y casi enseguida Nicolás Olivari y Roberto Arlt, nos enrolamos en el movimiento martinfierrista, pero continuamos siendo amigos de varios del grupo de Boedo, aunque nos veíamos poco o nada. Florida - así llamado porque la redacción del periódico Martín Fierro estaba situada en un caserón de la calle Tucumán, esquina Florida - me atrajo, entre otras cosas, y como poeta, por el sentido de la libertad de las formas y cierta audacia en la búsqueda expresiva que ese movimiento configuraba, por el rescate de la metáfora como lenguaje fundamental del verso, la metáfora con valor funcional, claro está, opuesta a la imagen lugoniana meramente descriptiva. Con el tiempo, cuando ambos grupos desaparecieron y cada cual tomó por su lado, establecimos nuevamente contacto con Yunque, más estrecho, sobretodo en la incidencia política. No siempre coincidíamos, especialmente en el plano estético. El era, y es, por ejemplo, partidario de la rima y el ritmo estrictos, y en nosotros se acentuaba cada vez más la tendencia al versolibrismo. Diría que desde aquellos días, hasta hoy yo creo que en arte y literatura todas las formas son válidas cuando hay autenticidad; interesa principalmente lo que se pone adentro, la intención moderna. Y por cierto lo mismo que nosotros, Alvaro Yunque suele contradecirse ligeramente en determinados aspectos; él mismo señalaba en el poema antes citado una suerte de desencuentro, caminando entre las cosas concretas y deseando las abstractas...
No se trata de invalidar el tono fraternal de estas lineas con ráfagas de intención polémica. Además, pasada la guerrilla literaria, pienso que las diferencias entre Boedo y Florida no eran tan profundas como se creyó, y como aún creen algunos. A propósito, no carecía de sentido aquella salida de Arturo Cancela, sugiriendo que ambos grupos se unieran bajo un denominador común: FLOREDO. Y lo que importa, en nosotros, es la conducta, la actitud inconformista, algo insobornable que nos ha sostenido siempre.
Poeta con algo de filósófo - hay una marcada tendencia a filosofar en su obra poética , y ahí están sus incontables hai-kays -comediógrafo, historiador, biógrafo, se le considera sin embargo consagrado fundamentalmente como cuentista. Y bien, resulta que en el cuentista palpita el poeta o subsiste la actitud poética ante la vida, ante el mundo, ese aliento lírico que se ha dado en otros autores de cuentos, y baste con citar a Chejov, a Catherine Mansfield, a O. Henry en cierta parte de su obra, a Enrique González Tuñón, cada cual en lo suyo. Su gran acierto es haber logrado llegar, en general, tanto a la inocente comprensión del niño como a la más adivinadora y captadora de matices de la adolescencia, con esos relatos suyos que enlazan la realidad y la fantasía trascendiendo una grave y honda ternura. Esa grave ternura ya estaba implícita en uno de los breves poemas de Versos de la calle ("El murallón de la penitenciaría"): "Tan monótono, triste y frío/ es una hoja de la ley/ lo vi que, compasivamente/ le escribí un nombre de mujer". Y a esta altura interviene un admirador de Yunque cuentista, mi hijo Adolfo Enrique, quien acaba de cumplir 14 años.
Cuando nació Adolfo la familia Yunque vivía en una luminosa casa de la calle Conesa, en Colegiales, y nosotros en un departamento situado a pocas cuadras de allí. Algunas mañanas, temprano, el siempre juvenil Alvaro venía, en su bicicleta, a charlar con nosotros y hacerle cariñosas bromas a Adolfito. Este creció (¡y en qué forma!, es casi tan alto como el maestro de La barra de siete ombúes). A los 8 años leyó por primera vez ese libro, precisamente, y todos los demás. Y los releyó, más tarde. No sólo eso; prestó los libros a más de un compañero de la escuela primaria y luego a más de uno del Colegio Nacional Avellaneda, donde ingresara el pasado año. Alvaro sabía algo de ésto, vagamente, pero hace unos meses tuvo ocasión de oirlo por boca de mi hijo, con todo detalle. Fue cuando en el departamento que ahora viven los Yunque solos - los hijos se casaron - comimos y brindamos, cordialmente invitados por ellos, festejando el premio que acababa de concederme la Fundación Argentina para la Poesía. Adolfo Enrique le habló de esas obras que había leído y releído, y que calaron hondo en su sensibilidad. Nuestro viejo Yunque, aunque a veces lo disimule, contiene en su espíritu un enorme caudal de bondad y simpatía hacia los niños, y sin duda ya estaba acostumbrado a encontrarse con admiradores como mi hijo, al filo de la adolescencia, pero yo creo que la fidelidad de mi hijo, la reiterada solidaridad con el mensaje humanista de la cuentística yunqueana, le conmovieron. En un momento dado los dos conversaron tete a tete. Yo hubiera querido fotografiar ese instante, la imagen de serena plata de un invierno florido, y el perfil alborotado de una primavera en flor. Pienso que ésto significa la verdadera consagración de un escritor.
Adolfo Enrique pertenece a ese rostro innumerable constituído por los lectores juveniles del autor de Poncho, que se van sucediendo. Ellos están por encima de los críticos y de los historiadores de la literatura. Ellos tienen los ojos limpios; ellos saben. Me gustaría mucho que un muchacho así, hijo de un amigo, conservara en su casa libros míos, releídos, manoseados, prestados a los camaradas de la primaria y del Nacional. Y que viniera a mi casa, y me lo dijera.

[Cuadernos de cultura Nº 95, mayo-junio 1965, número dedicado a Yunque con motivo de sus 80 años]

1 comentario:

  1. ¡Qué bueno!
    ¡qué paseo!
    A mí también me gusta eso de los libros manoseados por los que me siguen...

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